12.04.16 Cuando en la madrugada vi el
pronóstico para este día, supuse que era una buena oportunidad para ir a la “parcela”,
pero lo que se visualizaba como una apacible jornada de “navegoterapia”, se
transformó en una “horripilante” experiencia; ni la intensidad del viento, ni
la altura o la frecuencia de la ola e inclusive, ni la temperatura del agua era
como lo marcaban los modelos matemáticos. Terminé golpeado (una ola me tumbó
sobre el volante y me produjo escoriaciones en el antebrazo), mareado (había
tantos barriletes que el quitarles el anzuelos representaba todo un reto; uno
de ellos venía “robado” y opuso tan inusual resistencia que tardé más de 10
minutos en sacarlo), con los ojos rojos (no podía ponerme los lentes porque con
cada ola se “briseaban”), sin oportunidad de lograr un buen animal (llegó a
tanto mi desdén por los barriletes que dejé 2 de ellos en el agua para ver si
atraían algún picudo; contrario a eso, los agarraron los lobos y obvio, luché una
batalla de antemano perdida), en fin, una muy particular salida, digna del olvido
salvo por el hecho de que se reafirmó que los pronósticos son eso, elucubraciones
de programas de cómputo y quién tiene la última palabra es el Señor.
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